Un mar
«Conchas marinas han quedado por tierra lejos del océano,
y se han encontrado viejas anclas en las cimas de los montes;»
Ovidio, Metamorfosis, Libro XV. Discurso de Pitágoras.
1
El sol de la mañana golpea las bancas traseras del bus en su recorrido a la cantera. Desde la ventanilla, el geólogo Arenas observa los diarios paisajes urbanos en un estado de completa indiferencia. Al ponerse de frente al sol por alguna evolución del recorrido, Arenas se ve obligado a cerrar los ojos a los jóvenes rayos que rozan la tierra de tangente: su color aún naranja traiciona su resplandor feroz. Aun cuando lleva apenas unos días en esta rutina, sabe que al llegar a la cantera la luz será más amarilla y altiva, y brillará sobre los enormes tractores que remueven la piedra caliza de su sitio milenario.
Por vez primera en miles de años agitará su interior calcáreo el mismo sol que en él secará los últimos cabellos.
Recogido el último empleado, el bus toma la carretera de la bahía y continúa por la zona industrial a paso más ligero. El espeso viento marino congestiona la nariz de Arenas mientras observa, sobre su derecha, la caprichosa configuración de los barcos en el muelle. Después de descargar sus baratijas orientales, esperan carbón o petróleo. Él, nacido y criado entre montañas, ha querido ser marinero. Desde su adolescencia, la idea de un horizonte imperturbado, apenas la variación del azul al gris durante el día, y quizá un solo negro durante las noches sin luna, le ha sugerido lo que ahora está en capacidad de identificar como eternidad. Pero ahora, cuando debe pasar a diario por el puerto, lo que solía ser un ensueño delicado y admirable se le ha convertido en una ilusión dudosa. Le fastidia pensar que pueda ser una profesión más, real y tangible. Sin embargo, en un proceso intuitivo por salvar su recuerdo, ha encontrado una justificación que le tranquiliza. Se ha dicho que su conocimiento acerca de la composición del fondo marino le concede un derecho renovado sobre su ilusión. Se imagina con frecuencia en una travesía por la soledad del océano, en un cuadro que incluye como parte fundamental su piso móvil de basalto, y siente que sería él en su dimensión más natural. Mientras observa los buques en su conjunto, se dice a sí mismo que no obstante es una gran idea, una idea hermosa, por encima de todo.
A través de las ventanas de su mano izquierda, mucho más allá de la cantera y de la zona industrial que enmarca la bahía, Arenas identifica fácilmente el cerro donde lleva a cabo su exploración. Sus verdes lejanos aparecen entrecortados por los edificios de las fábricas que cruzan con velocidad. Desde allí, la inmensidad parece estar en tierra firme, en los verdes que se prolongan más allá del cerro, como si éste fuera una gran ola de movimiento imperceptible, desde cuya cima se advierte otro horizonte. El cerro es su propio mar, que surca a diario como capitán, al mando de Torrales y el resto de la gente encargada de la perforación.
A medio camino de la bahía el bus reduce velocidad y dobla sobre su izquierda, dando la espalda al mar, para entrar en el barrio que precede a la cantera. En ese instante, tanto los barcos como el cerro desaparecen de su vista. Ahora se internan por un barrio de techos improvisados cuyos habitantes miran el paso del vehículo con gesto indiferente. La música de una cantina abierta, sin paredes, apenas un rancho, roba la atención de Arenas. La mirada de uno de los clientes se posa sobre la figura de una secretaria en la banca delantera y acompaña el zangoloteo del vehículo por la calle de tierra. Algunos de los empleados que viajan en el bus se ven repentinamente arrancados de su último sueño y hacen comentarios que él no alcanza a comprender. Cuando la gente de la zona habla rápido, con exclamaciones locales, se le escapa casi todo.
Los ranchos y las casas de distintos materiales se interrumpen al encontrarse con la alta reja que rodea la cantera. Junto a la portería, alrededor de un puesto de café, se reúnen algunas personas, entre ellas Torrales y Jamil, los más viejos de su gente de perforación. Inmediatamente después de la portería se abre una gran explanada de tierra que llega hasta el pie de la cantera propiamente dicha, de donde se extrae la piedra caliza. Lo que años atrás fuera una colina semejante a su cerro de exploración, se encuentra ahora cruzada por trincheras escalonadas persiguiendo en picada el estrato de caliza que amenaza con perderse en la profundidad.
De poseer una forma de campana gigante, el cerro de la cantera ha sido convertido en una especie de fuerte bajo, cortado a pique, apenas una ruina de sí mismo.
El bus ingresa a la explanada dando una curva amplia que deja ver la gran máquina trituradora, luego la pequeña casa que alberga las oficinas de los ingenieros, hasta detenerse finalmente junto a un enorme galpón que hace las veces de taller de mecánica. Allí se bajan únicamente los que trabajan en la cantera. Los otros empleados de la empresa seguirán adelante por la bahía hasta llegar a la fábrica. Mientras en la cantera se encargan de tomar del suelo el material calcáreo en bruto, en la fábrica tienen el trabajo de convertirlo en cemento. Arenas siente cierta desconfianza hacia ambos procesos, pues su trabajo no está en ninguno de los dos sitios. Su misión, que consiste en explorar un nuevo yacimiento en el cerro cercano, su cerro, como él lo llama, es anterior a las prisas de la producción. Al menos, así es como él lo considera.
Mientras camina hacia la oficina, Arenas escucha el traqueteo de fondo de la máquina trituradora. Al no parar jamás sus motores, es el único silencio posible. Casi puede escucharse cada roca impulsada con gran fuerza contra una lámina de acero, desastillándose, hasta caer hecha trizas sobre la explanada, formando un enorme cono de material triturado. Arenas se detiene y echa una mirada. Aún no se acostumbra a ese gigante que engulle rocas indómitas y escupe una grava mansa y amarillenta. Junto a la boca de la máquina, como un dinosaurio excitado por el calor del sol, un enorme cargador llena de material el volco de una tractomula, que lo llevará a la fábrica por la misma vía del bus.
Arenas intenta ponerse en el lugar de la roca que está siendo arrancada de su lecho. Debe ser perturbador despertar de un sueño milenario para ser convertido en polvo, sin tener ocasión siquiera de comprobar cómo ha cambiado todo. De su estado natural de caliza hasta su conversión en fino cemento, la piedra realiza un peregrinaje involuntario. Arenas no lo considera una gran suerte. Él no quisiera ver desaparecer así a su cerro. No podrán arrasarlo, borrarlo del mapa, convertirlo en una explanada como aquella, se dice interiormente. Aunque sabe que si el terreno es rico en caliza no podrá impedir los prontos rasguños de los tractores. De hecho, para eso lo han llamado, para que como un cazador halle la presa deseada por todos. A nadie le importa si él no quiere ver cómo le arrancan la piel y luego la descuartizan. Él se consuela, sin embargo, con la idea de que mientras esté en curso la exploración, sólo a él y a la gente que lo acompaña les pertenecerá su verde paisaje. Será un tiempo de intimidad entre ellos y el cerro, y eso no podrán perturbarlo.